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Historias detrás del Super Bowl LI

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Por Rodrigo Quintanar.

Nota del Editor: Esta es una colaboración de nuestra sección Practice Squad, donde nuestros lectores aportan sus puntos de vista sobre lo que pasa en la NFL. El contenido de este artículo está basado en hechos reales y tiene elementos de carácter ficticio.

Año 1962. Las gradas del estadio Navy Memorial pintan un azul único y, aunque serán triplicadas durante los próximos treinta años, hoy son casa de uno de los programas más importantes de football del mundo. Habrá grandes historias y leyendas que transformarán este deporte en el mejor. Una de esas leyendas, quizá la más grande que esta escuela habrá visto, viene caminando a lo lejos después de haber terminado una práctica. En palabras de sus jugadores, el mensaje de las prácticas fue siempre el mismo: “Solamente el sacrificio completo crea a un equipo ganador; aprendan a entregarse por la persona que tienen al lado”.

Justo antes de llegar a su oficina, el hijo de dicha leyenda, con tan sólo diez años de edad, lo alcanza para entregarle lo que parecen unos apuntes de clase. “Está listo el scout de lo que salió mal en la práctica”, dice el niño. El hombre leyenda, de nombre Steve Belichick, responde en tono seco y conciso: “gracias, Bill”.

Marzo de 2007. Cuarenta y cinco años después, William Stephen “Bill” Belichick, con tres Super Bowls ganados y posicionado como uno de los mejores coaches, comienza su junta tradicional de inicio de prácticas. Al notar su presencia, más de 80 jugadores guardan silencio total. Sin un solo comentario de bienvenida, Bill prende el proyector, mostrando una presentación que representa el origen de su filosofía, mentalidad y vida: “Los errores del 2006”.

Hasta adelante del auditorio, un quarterback de Michigan, el cual tuvo que esperar 199 posiciones para ser seleccionado en el Draft de hace siete años, se muestra más listo que ningún otro jugador. Al ver la pantalla, nota que la primera jugada mostrada por su coach es uno de sus peores pases de la temporada, la cual es acompañada de un ya tradicional regaño: “Tom, puedo traer a un quarterback de High School y lanzaría mejor que tú”. Sin perder un segundo, Brady escribe cada uno de los detalles que hicieron de esa jugada uno de sus mínimos errores. En sus letras, más allá de técnicas y fundamentos, expresa lo que lo ha convertido en el mejor quarterback de la historia: Todos los días hay algo que mejorar.

Unas cuantas filas atrás, un hombre de 44 años de edad lo observa con admiración. En su mente, Thomas Dimitroff recuerda que justo fue esta actitud en Brady la que lo hizo pelear por seleccionarlo y darle una oportunidad.

Un años después, en 2008, Thomas Dimitroff está viendo desde la oficina de los Falcons la práctica su nuevo equipo. Se enfrenta con su primera gran decisión: ¿qué hacer en el Draft? Si bien ha habido fracasos en la posición de quarterback durante la historia, su ciudad, Atlanta, hoy es víctima de uno de los casos más extraños, polémicos y perjudiciales que la NFL ha tenido. Con Michael Vick en la cárcel, Dimitroff sabe que su decisión no solamente tiene que ser la correcta, sino que debe trascender y transformar a esta organización, la cual jamás ha tenido un campeonato.

En su escritorio, Dimitroff revisa cada una de las evaluaciones de los prospectos que él y su staff han llamado: “Prospectos A”: nombres como Joe Flacco, Brian Brohm y Chad Henne resaltan. Casi al final de la carpeta, encuentra una nota que le hace recordar aquella humildad de Brady. Esta firmada por Ed Foley, Head Coach de la William Penn Charter High School.

La nota dice: “Perdimos una semifinal estatal porque nuestro corredor soltó la bola en la yarda 1 y, aún cuando tuvo uno de sus mejores juegos, el mensaje de Matt hacia sus compañeros fue: “es mi culpa, tengo que mejorar en la entrega, es mi culpa”. No encontrarás a alguien con tantas ganas de mejorar todos los días”.

Thomas Dimitroff, aún con aquel recuerdo en su mente, sonríe.

Inicios de 2011. Matt Ryan, aún con los estragos de haber sido eliminado por Green Bay, recibe una llamada de Dimitroff mientras maneja tranquilamente hacia su casa. Sin saludarlo, Dimitroff es directo con su pregunta: “Matt, es segunda vez que nos eliminan en la primera ronda de los playoffs; sin que lo pienses y pidiéndote que me digas lo primero que llegue a tu mente, ¿qué necesitas?”. El exnovato del año respira profundo y piensa antes de responder: “Thomas, yo soy quien tiene que mejorar. Tony (Gonzalez) y Roddy (White) no pueden terminar sus carreras sin un campeonato, soy yo nada más”. Dimitroff, después de colgar sin haber esperado otra respuesta de su quarterback, se detiene por un segundo, analiza las palabras de Ryan y, en esa forma inexplicable de encontrar una solución que sólo llega después de incontables horas de trabajo, un nombre suena en su cabeza: “Julio”.

2 de octubre de 2016. Sólo seis jugadores en la historia de la NFL han logrado 300 yardas por recepción en un partido. Ahí estaba uno de ellos, Julio Jones, platicando con Deion Sanders después de su increíble juego contra Carolina. Entre risas y elogios, Sanders le hace dos preguntas. “¿Crees que pudiste haber logrado 400 yardas si no te hubieran mandado mal un par de pases?” “¿Le dijiste algo a tu equipo sobre las pocas yardas que tuviste la semana pasada?”

Julio, en una respuesta inmediata que sólo se logra cuando se expresan sentimientos reales, contesta: “Tiré algunos pases, tengo que mejorar. No importa cuántas yardas tenga en cada juego, le ayudé a mis compañeros, es cuestión de sacrificio”. En sus respuestas, sin darse cuenta, está un recordatorio de lo que aquellas gradas en el Navy Memorial vieron nacer.

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